Elegí ir por donde más te guste...

3.11.08

Imperiales: Petropolis

Y como Rio les queda chico, las chicas (adictas a las compras) se van a Petropolis. Por más que me estoy mareando cada vez más, y que pienso que los colectivos que realizan este trayecto deberían llevar bolsitas como la de los aviones, cuando salimos de la ciudad el paisaje atrapa (no voy a contar de nuevo el recorrido por las fabelas, creo que ya quedó claro, hay varios Rios y no todos son Ipanema (no hay que caer tampoco en el lugar común de la ciudad partida, ni la pobreza ni la riqueza es homogénea, eso se ve bien cuando se sale para ir a otro lugar o cuando se recorre una y otra vez el centro, por eso creo que me molestó tanto la película, por la dicotomía del clise totalmente aceptada y vendida como producto de importación)). Vamos dando vuelta a los morros, y si se mira para abajo, quedan laderas enormes que descienden en picada, pero no del color de la piedra, sino cubiertas enteramente de vegetación. Son morros que se superponen enteramente verdes, cortados sólo por unos árboles que dan unas flores de un rosa intenso (y que hace que su entorno se convierta en un vestido carioca).

La ciudad, en realidad, el centro histórico de la ciudad, es bello, bello. De esa belleza armónica, que a veces dejamos de lado por muy clásica, pero que cuando aparece así continúa impresionando. Son construcciones similares a las que se pueden ver en Rio, pero todas reunidad sobre una avenida verde con el contrate de los morros de fondo (y sí, voy a ser burguesa, todo está más limpio y organizado, y eso resalta la belleza de una manera diferente que como resalta una construcción histórica al lado de un predio de 20 pisos o en medio de la basura del centro,; una belleza que exige una manera diferente de mirar: en Rio, cuando estamos en frente de estas situaciones, luego de admirar el contraste (ya todos leímos a Benjamin así que sería poco snob no admirar la belleza de la alegoría barroca (más allá que de hecho la admiremos sinceramente y que haya sido lo que muchas veces nos atrajo de la ciudad)) se tiende a cerrar la mirada, se enfoca el detalle, se borra el entorno; en el centro histórico de Petropolis, la mirada se abre, se funde con el ambiente de la misma manera que increíblemente la vegetación exuberante se funde con las mansiones que nos hacen acordar un poquito a la avenida Oroño, se entra en un ambiente, que carga con algo de lo aurático de una película de época.

Nos organizamos, como dice Sole, viajes de princesas (por qué no Anastasia de Disney, (insisto en imaginar Rusia y no Versalles, el clima opuesto, en vez de huir del calor, la familia imperial debería huir del frío)). Caminamos hasta la iglesia por la calle central: nos rodean las mansiones y la construcció gótica se levanta contra el paisaje como si fuera pegada sobre un fondo de dibujito animado. Llegamos al final de una misa. La belleza profunda y sacra del canto del coro. A veces me gustaría haber nacido en Iena (y no justamente por la promiscuidad del grupo) sino para confiar sin peros en la posibilidad de la poesía de alcanzar lo innefable.

El palacio Imperial queda para la tarde. Nos ponen unas chinelitas ridículas y comenzamos a recorrer los aposentos de su majestad. Soy un producto de la posmodernidad: me encantan los palacios armados con el mobiliario original (no me digan que pueden ser de mentira, ahí el dragoncito hecho caricatura me dice que son de verdad y yo le creo). Diseñar una cotidianidad a la medida de esos objetos que van llenando las habitaciones, exactamente lo que Gumbrech quisiera que dijera en función de confirmar sus hipótesis en parte bestselleristas.

Terminamos, como se termina todo cuento, con un paseo en un carro tirado por caballos blancos y majestuosos, con un cochero de galera, que nos deja bajar y sacarnos fotos, sobre la superficie histórica, en los pliegues de la superficie histórica. Es que así aprendimos a lidiar con el sentido. A generar efectos de realidad.

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