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1.9.08

Una tarde cultural

[Domingo]
Algo raro me pasa particularmente con la pintura y la escultura, que no es mi primera reacción ante un libro o una película: me atrae su poder aurático. Que esté ahí, que sea la única. Gonzalo Ivo, por ejemplo: enorme telas a rayas de colores, pequeñas estructuras de madera. Mi primera impresión es, ante la falta de ese poder, de adolescente, son sólo líneas. Luego hay una que sí abre un espacio, como dice el texto en la pared. Abre un espacio con los mismos colores que ayer me fascinaban en una experiencia mucho más banal: mirar infinitas lojas de ropa (el shopping de Rio se distingue justo por eso, por los colores de las vidrieras (definitivamente me voy a llevar una prenda que diga estuve en Rio, pero no va a ser esa blusita de seda que cuesta 260 reales y que la vendedora me muestra amablemente pensando que soy extranjera, sin darse cuenta que soy una obrera más)). Salgo de la sala de Ivo, en el Museo Nacional de Bellas Artes, y hay una serie de reproducciones de estatuas que están en el vaticano y etc. El aura se esfuma definitivamente, parecen tener simplemente la función de que uno sea más culto.

Mi experiencia con el museo fue del arte como refugio. En realidad, de las cuatro paredes que sostiene el ritual artístico apartado de la cotidianidad como refugio. Cinelandia (así se llama a la plaza que está en el centro de Rio en torno a la cual se distribuyen el museo, la biblioteca y edificios viejos y ahora gubernamentales) no es bonita los domingos. Y menos si no se tiene paraguas porque una piensa que Rio es como Rosario y que si en Urca salió el sol debe haber salido en toda la ciudad. La plaza y las laterales no están solo gris sino ocupadas por mendigos (ésta es la palabra popular aquí no la alta como en argentina) que cocinan, que duerme o que gritan cosas por un altavoz. No puedo evitar sentir cierto temor cuando me quedo sola en alguna cuadra y paso toda arregladita para ir al teatro. Yo también me detestaría.

En el teatro me siento en la galería, que es como un gallinero mejorado. La vista desde arriba es increíble: el teatro es bellísimo. Voy a ver un espectáculo de danza del Grupo Corpo (danza contemporánea brasileña). Puede que nadie haya dicho nada y que yo no sea experta en danza (o que ésta sea mi obsesión) pero un eje fundamental de la primera parte es el tiempo, el transcurrir del tiempo. Van del monocromo al exceso de color, de la repetición de un solo movimiento a la multiplicidad de cuerpos que se cruzan, de la lentitud a la velocidad. Con la miopía todos los límites corporales se difuminan. Hay una escena que es perfecta, que está en el punto justo antes del clise: una de las bailarinas camina lentamente en dirección opuesta al resto. Son cinco minutos de pasos lentos, hasta que todos rápidamente vuelven hacia atrás. La música es monótona y penetra el cuerpo, lo adormece (creo que en ese momento tenía fiebre).

Que todos los movimientos que a primera vista parecen caóticos combinen siempre en perfecta coordinación puede ser conservador, dar una sensación de satisfacción que impida una respuesta (es imposible evitar la fascinación por ese cruce perfecto en que, aunque amenaza, nada se sale del cauce). Hoy, lo conservador en este sentido no me molesta.

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